Decía el marqués de Vinent que una persona que llama la atención nunca es peligrosa. Sólo los que quieren pasar desapercibidos, los que quieren borrarse, esfumarse, no notarse, esos, sólo esos, son realmente peligrosos. El, que no querí­a más que molestar en el plano social, un daño este en modo alguno importante, aparecía siempre envuelto en una elegancia apabullante, casi abrumadora a decir de otro dandy, de Villena. Aristócrata venido a menos, sordo de nacimiento y boxeador intermitente, Antonio de Hoyos y Vinent se concentrará en lo que llamaran la “glorificación estética del pecado”. Su tema predilecto el erotismo perverso, la lujuria, la muerte y una infinidad de personajes hastiados de vivir y deseosos de vivir. Una suerte de yonkis anteriores al caballo, contradictorios seres que deambulan evitando cualquier control mental externo, desarrollando cierta rebelión de ser que elude, sistemáticamente, el presente. Como apunta Cansinos, su ritmo es “el curso de una tournée des grandsducs, en absurdas noches libertinas, en que se recorren sórdidos hostales y cafés í­nfimos”

El marqués de Vinent era un ser impresionante. Corpulento, con una voz algo paposa, por su sordera, y siempre de punta más allá de en blanco: camisas de seda impecables, abrigos enormes con igualmente enormes cuellos de piel auténtica, imprescindibles guantes delicadí­simos, sortijas imposibles sobre estos y siempre un monóculo de carey perfectamente inútil pero que le conferí­a ese estatus superior y distante. Una escandalosa fama de homosexual, ganada a conciencia, con constancia y aplicación. Y, por supuesto una casa igual de impresionante que él, siendo este sagrado espacio reflejo de un consumado dandy, siga este el hilo dandystico que siga:

“En el palacio que tenían en la calle Marqués de Riscal ocupaba un piso bajo cuyas enrejadas ventanas daban a unos solares en que sus ojos azules y miopes atisbaban a las parejas amorosas inocentes, de que desde allí­ les miraba, nada menos que con unos anteojos, monsieur le mostre… una casa impresionante con mucho truco literario, viejas estofas y damascos en grandes sofás modernos; una buena biblioteca encuadernada en negro con la corona de marqués en oro; tallas antiguas, grabados vagamente eróticos; máscaras chinas; un gran retrato suyo pintado por Beltrán Massés, esmaltes hierros forjados, tapices orientales, vitrinas cargádas de í­dolos y bibelots….”

Decían que ser
su amigo no estaba bien visto, que escribió mucho y mucho peor de lo que él mismo creyó y quizá mejor de lo que se le ha recordado. Decían que se acerco a la izquierda más radical más por epatar que por convicción real y acabó ciego, además de sordo, que eso lo fue toda su vida, y pobre, decadente, de verdad, miserable y encarcelado. Obviamente peligroso sólo fue para sí­ mismo y tal vez, y sólo un poco, para ese Madrid pequeño, provinciano y chulesco de las primeras décadas del pasado siglo

¿alguién más dandyficado que este marqués en este paí­s?