Un vídeo, “80064”, un superviviente de Auschwitz deja que un artista tatuador reponga los borrados números de su antebrazo. Obviamente el caballero, ya algo mayor, ha, previamente, accedido a que le reescriban esos números. El Señor Zmijewski ha sido el encargado de negociar con él. El discurso está claro es, una vez más, no olvidar el horror del genocidio nazi, los medios, esta vez, quizá planteen más de una cuestión, aunque solo sea por la cara que tiene el pobre buen hombre mientras ve como resurge el código.

El Señor Zmijewski tiene más trabajos conflictivos en cuanto a su moralidad. Ahora esta expuesto en The X Initiative de Chelsea y en el Museum of Modern Art, donde se muestran los vídeos que componen “Projects 91: Arthur Zmijewski”. Dentro de la estética relacional Zmijewskiinvita, o más bien contrata a gente para que participe en situaciones artificialmente construidas con el objetivo de rebelar problemas sociales profundos.

La cuestión aquí­, como apunta Ranciere, al hablar de Arte Crí­tico, es que su pretensión de levantar las conciencias para hacer que el espectador se vuelva un agente consciente de los mecanismos de dominación en la transformación del mundo, plantea, inevitablemente, un dilema; por una parte, tan sólo entender hace más bien poco para transformar las conciencias y las situaciones, no es una cuestión de desconocimiento lo que lastra a los espectadores sino una falta de confianza en su propia capacidad para transformarlo; por otra parte; las obras de arte que “te hacen entender” y que rompen la realidad, matan el extrañamiento de la apariencia de resistencia.

Por ejemplo en el vídeo “The Game of Tag” (1999) el polaco pone a un grupo de personas, contratadas, a jugar a un juego de niños en una bajo claustrofóbico, pequeño y helador. Todos están desnudos. Simulan estar viviendo momentos de placer infinito, simulan estar divirtiéndose, pero a un tiempo aparecen grotescos y ridí­culos, como un cuadro de Groz o Kirchner. Hay algo de degradación en la escena. Una vez más la pieza quiere rememorar el holocausto, la primera grabación se realizó, de hecho, en un antiguo campo de concentración. Pero los lí­mites a los que él mismo lleva a sus “colaboradores” nos hace dudar de la efectividad polí­tica de tal establecida relación, también, dudamos, de su capacidad para levantarnos en una acción colectiva, claro está.

Su trabajo quiere explorar, como suelen declarar los artistas, los traumas a largo plazo, o de largo alcance, que determinados acontecimientos sociopolíticos e históricos han causado en el desarrollo de nuestra civilización. Y, aunque muchos de sus proyectos se centren en poblaciones marginales, su interés, tal y como sigue apuntando, se basa más bien en lo que llamará “estados de conciencia dominantes”, que más ampliamente sostienen las creencias populares y las actitudes que prefiguran la “realidad más común”. Lo que no se sabe es si el arte crí­tico que elabora el polaco y que te invita, como el argumenta, a ver los signos del capital que hay detrás de los comportamientos cotidianos, no tiene el riesgo de inscribirse en la perpetuación de un mundo donde la transformación de todas las cosas en signos redobla el mismo exceso de signos interpretativos que hace que toda resistencia desaparezca.

De todas las piezas de la exposición del Moma, la más impactante es un vídeo en el que se reelabora un falso, y cruel, juego. Un experimento psicológico en el que se pidió a varios voluntarios que jugaran a ser prisioneros y celadores en una prisión falsa. En “Repetición”, una cinta del 2005 de 75 minutos, algunos de los voluntarios van abandonando semejante experimento al considerar “intolerable e inaguantable” determinadas actitudes de los actores guardianes. No sabemos si su afán participativo quiere mostrar la ruindad de la naturaleza humana o la utopí­a de un cambio, si quiere paralizarnos en nuestra barbarie implí­cita o espabilarnos para que peleeamos con nuestra propia naturaleza.

Hay todaví­a más en la exposición; “Sculpture Plein-air. Swiecie 2009”. En este vídeo se documenta la recreación de un acontecimiento en Polonia en 1960 en el que ciertos artistas colaboraron con trabajadores de un fábrica para construir un trabajo colaborativo que celebrase al proletariado. Hay, en la recreación de Zmijewski, siete escultores que presentan sus propuestas a trabajadores del metal en una pequeña fábrica de Swiecie. Vemos como los artistas y los trabajadores hacen las obras y como comentan la jugada. Al final se construyen una siluetas de acero cortén, bastante simplonas y ciertamente retrogradas, al parecer de Johnson, y, claramente inútiles, a nuestro parecer. No hay promesa de disolución de las barreras de clase, simplemente muestra una recreación de una realidad pasada, que sí­ era utópica, y se regodea en la imposibilidad o en los sueños rotos. Los actores de esta pieza son, una vez más, agentes de su individualidad, contratados para materializar una idea que fue suya solo y solamente.

Como miembro de su misma tribu, los artistas radicales de vanguardia o, en su versión más actualizada, los, como escribe Ken Johnson, “los vanguardistas trotamundos siempre favorecidos por los festivales internacionales de arte”, el polaco juega a esto de la participación para declararse a si mismo artista político sin, por lo que se ve, pretender cambiar nada ni crear red social alguna de acción. Al contrario, parece que, al menos en esta última pieza, nos enfrenta a la frustración de una utopí­a imposible de ser cumplida. Una frustración que no pretende más que eso, frustrar.