Dice Rüdiger que tanto Nietzsche como Wagner querí­an inventar nuevos mitos. Dice que ambos intentaron la re-vivificación del mito. Se niegan a aceptar lo que Max Weber llamará “desencanto” del mundo a través de la racionalización de la técnica y la actitud, pacata y teledirigida, de la economí­a burguesa. En un tiempo en el que el arte comienza a convertirse en un bello asunto accesorio, Nietzsche y Wagner quieren situar al arte en la cúspide de cualquier posible fin de una vida digna de ser vivida. Para Wagner el arte tendrá un lugar parecido al de la religión, para Nietzsche el arte solo será tal si es el arte de la vida. Lo que espera del arte es el incremento de la vida, esto es, hay que hacer de la propia vida una inconfundible obra de arte.
Cuando el filósofo contaba tan sólo 17 años Lord Byron era, a sus ojos, lo más parecido a lo que el mismo llamará “superhombre dominador de espí­ritus” (J, 2, 10). Y por qué, porque Lord Byron vivió su vida tal como se cuenta una historia. Se convirtió en poeta de su vida y trasformó a todos los hombres, en su cí­rculo mágico, en figuras de novela. Nietzsche admira esta escenificación de la vida y su transformación en obra de arte. Admira a todos los que supieron convertirse en autores de su propia vida, tanto hacia dentro como hacia el público. Admira en suma, la capacidad artí­stica en torno a la vida.
¿Qué hací­a que ambos buscasen el retorno de los mitos? ¿o qué mitos quieren que retornen, o qué emerjan? Dos serán los motivos que los activaran, al parecer de Rüdiger: por una parte la necesaria “re-visión” de la razón, la cual debe, para seguir sirviendo para algo, trabajar codo con codo con la imaginación, una “mitologí­a de la razón” (a decir de Schlegel). Esta, tal y como lo soñaban los primeros románticos, ha de surgir en el trabajo común de poetas y filósofos, músicos y pintores, y sustituir la religión pública. La “mitologí­a de la razón” ha de “formarse emergiendo de la más honda profundidad del espí­ritu”, y será una nueva creación desde el principio y desde la nada” (Schlegel, 301). Por otra parte, está la experiencia traumática de los cambios sociales de principios del XIX: se rompe la tardía sociedad feudal y se percibe dolorosamente la pérdida de una idea que envuelva la vida social. Dominan el campo un egoí­smo carente de espí­ritu y un utilitarismo económico feroz. Por ello el nuevo mito debe cumplir la tarea de “unir a los hombres en una intuición común” (Frank, 12)
Según la concepción romántica, el experimento con nuevos mitos ha de dar a la razón un fundamento, una orientación y una limitación, y tiene que fundar una unidad social. Sin duda las buenas intenciones acabaron en eso, en buenas intenciones y bien pronto se refugiaran en la tradición. Los Grimm coleccionaran cuentos populares, Brentano y Achim canciones y a Hölderlin le da por el cielo de los dioses griegos. Pero la audacia, a decir de Safranski, de atreverse realmente a fundar nuevos mitos la tendrá, medio siglo después, Richard Wagner. Su idea surgirá en la barricadas de la revolución burguesa de 1848.
Wagner había conspirado en Dresden junto a Bakunin y había participado en las luchas callejeras. Aplastada la rebelión huyó a Suiza donde redactó El arte y la revolución, en el que Wagner había puesto en marcha su proyecto de los Nibelungos. Establecerá en él un contraste entre la cultura idealizada de la antigua polis griega y las relaciones culturales de la moderna sociedad burguesa. En la polis griega, dice, la sociedad y el individuo, el interés público y el privado estaban reconciliados entre sí­, y por ello el arte era un asunto verdaderamente público, un suceso a través del cual un pueblo había puesto ante sus ojos los principios de una vida común. Pero, según Wagner, en el arte moderno ya no se da ese carácter público. Lo público se ha convertido en mercado, y el arte ha caí­do bajo la coacción del comercialismo y la privatización. El arte, lo mismo que otros productos, se ofrece y vende como mercancía en el mercado. Ahora también el artista tiene que producir por el único motivo de ganar dinero. Estamos ante un proceso escandaloso, pues el arte, como expresión de la fuerza creadora del hombre, deberí­a tener la dignidad de ser fin en sí­ mismo. La “esclavitud” del capitalismo denigra al arte, lo rebaja a la condición de simple medio: instrumento de distracción para las masas, placer jugoso para los ricos. A la vez el arte es privatizado en la medida “en que el espí­ritu común se astilla en mil direcciones egoí­stas”. Está en juego una originalidad meramente superficial: El que quiere hacerse valer tiene que distinguirse de sus competidores. El arte ya no se siente obligado a una verdad superior, sino que piensa solamente en “seguirse formando con aire autónomo, solitario y egoí­sta” (Wagner (1813-1883), Mi pensamiento -, 132).
Wagner defiende la tesis de que la corrupción de la sociedad corrompió también el arte. Sin una revolución de la sociedad, piensa, tampoco el arte encontrará su verdadera esencia. Pero no hace falta que el artista espere hasta que llegue la revolución, ya ahora puede hacer algo a favor de la libertad de la sociedad, comenzando con el trabajo de la liberación en el propio ámbito de acción. El arte puede recordar al hombre el verdadero fin de su existencia, que, según Wagner, no consiste sino en el desarrollo de su propia fuerza creadora. Afirma sin lugar a dudas: “El fin supremo del hombre es el artí­stico”. La revolución sirve al arte, por lo cual el arte ha de ponerse al servicio de la revolución. El hombre artí­stico es el verdaderamente libre, y por eso es también el hombre revolucionario.
-como aunar al buscador de dandys y al buscador de la libertad de la sociedad, ese es el quid de la cuestión-

Art and Revolution
Theodor Adorno, In Search of Wagner, trans. Rodney Livingstone (London: NLB, 1981)
Susan Buck-Morss: “Aesthetics and Anaesthetics: Walter Benjamin Artwok Essay Reconsidered”. October, vol. 6 (Autumn 1992)
Gerald Raunig: Art and Revolution: Transversal Activism in the Long Twentieth Century. Semiotext(e) (September 30, 2007)

… al final el mismo se convertirá en exponente del mercado cultural gracias a una esfera de la publicidad organizada como mercado, como le dirí­a Baudelaire “Si conseguí­s el mismo interés por los nuevos medios (…), duplicad, triplicad, cuadruplicad la dosis” (Oehler, 48). Y así­ Wagner hará un mito de sí­ mismo, tergiversando la propia querencia a la solemnidad del dandy de Baudelaire y llevándosela a la lectura más plastiquera, a la Wilde, aunque el pobre Wilde aun no anduviera por ahí, … “la producción de mitos en la modernidad no se logra sin la propia mitificación del autor”. Un moderno fundador de una religión y un estratega de la comercialización de sí­ mismo, o, como el mismo Nietzsche dirá de él, una vez que o declara su ex-amigo, claro está, “un Cagliostro de la modernidad” (6, 23; WA)

Al final un poco más de lo de siempre
(que gran decepción)