Frank Tirro en su libro Jazz define al hipster de los años 40:

„Para el hipster, Bird (Charlie Parker) fue una justificación viva de su filosofí­a. El hipster es un hombre subterráneo. Él es para la Segunda Guerra Mundial lo que el dadaí­sta fue para la primera. Él es amoral, anarquista, cortés y sobre-civilizado al punto de la decadencia. Siempre diez pasos adelante en el juego, por su conciencia, un ejemplo de lo cual podrí­a ser conocer a una chica y rechazarla, porque él sabe que saldrán citas, se tomarán de las manos, se besarán, se acariciarán, fornicarán, quizá se casarán, que se divorciarán ¿así­ para qué iniciar todo? Él conoce la hipocresí­a de la burocracia, el odio implí­cito en la religión ¿entonces que es lo que este valora? Como no sea para pasar la vida evitando dolor, tener a raya sus emociones, y ser genial. Él anda buscando algo que trascienda toda esta sandez, y lo encuentra en el jazz“

Los Beats y los hipsters comparten una similar mitologí­a, aunque no idéntica. Los hipsters serán los dandys, a lo ortodoxo, de las clases inferiores, vestidos como un chulo, proxenetas, derrochando indiferencia y altamente cerebrales pululan por los suburbios y los ghettos. Serán tipos que aspirarán a vivir la vida, fumar la mejor hierba, escuchar el mejor sonido (de jazz o afrocubano por supuesto), y vestir los trajes más pintones y entallados. En cambio el Beat solí­a provenir de la clase media acomodada, iba a colegios de pago, y gustaban de aparentar ser más pobres de lo que realmente eran, justo la contrario que los hipsters.

Ambos, sin embargo, vestirán de negro, el color del jazz y el color de Baudelaire. La ausencia absoluta de color y todos los colores. El color de la humildad a contrapelo y del duelo. Los hipsters lo emplearán más a lo ganster, en una onda muy scarface, y el beat, con pantalones ajustados y sandalias veí­a en el negro cierta nobleza salvaje, cierta divinizada esencia. Ambos, a la postre, representarán ciertas contradicciones y tensiones de la cultura juvenil desde los años 40, como apunta Iain Chambres. Estas contradicciones vendrí­an, y aquí­ no entra Dick Hebdige, de sus padres jazzí­sticos, los habitantes del Harlem de los años 20. Obviamente al transpasar todos estos códigos de las culturas juveniles „negras“, a Inglaterra, desde América, en los años 50 se supone que no habrá un posible equivalente por el lado de los hipsters, los gansters parece que no pintan bien por Picadilly.

Quizá Burroughs, que si de dejó ver por Picadilly, sea una hibridación de ambas estéticas, pese a ser de la Beat Generation, será más un „gutter dandy“, una suerte de dandy del arrollo. Su estética, hasta con metralleta, se acerca más a los hipsters de barrio bajo, que a los pre-iluminados beats. Mr. B. habita un lugar espectral, siempre, y supuestamente, colocado, está entre los vivos y los muertos. Decidido a no inmutarse por nada y por nadie, a no participar en lo social en modo alguno, incluso empuñando, por si aun cabe alguna duda, en sus retratos, una metralleta de quitar el hipo. Tal vez el señor Burroughs se verá influido por esa mezcla que se estaba dando, hacia mitad de la década de los cuarenta, en lo que se llamó „El sonido de Nueva York“, un sonido que fusionará, por vez primera, a blancos y a negros.

Será este sonido de la Gran Manzana el resultado de una serie de jam-sessions improvisadas en el Club Minton. Charlie Parker, el más celebrado exponente del be-bop, Dizzy Gillespie y Thelonius Monk abrirán la brecha para la música de toda la cultura subterránea. Una música que le servirá a muchos jóvenes blancos de reflejo de cierta vanguardia oscura, difí­cil de oí­r y altamente seductora, precisamente por esa oscuridad. Tanto blancos como negros convergerán en la búsqueda de un sonido exento de banalidad, una búsqueda agresiva que implicará una clara inmodestia y una serie de controversias centradas en el tema de la raza, el sexo, la revolución (amenazante) y el pánico moral. La primera histeria colectiva frente a un fenómeno supuestamente descontrolador y descontrolado.

Parte de la demonologí­a de la cultura de masas será la unión jazz y drogas. Una unión que tanto Charlie Parker como Burroughs avalaban a conciencia. Parker se cargó las tradiciones de la música clásica blanca, hasta el punto que la mayor ofensa que podías hacerle a Bird, o a cualquier jazzista, era decir „suenas a la blanca“. En un artículo de Charles Winick, The Uses of Drugs by Jazz Musician, del 59, atribuye el sonido „frío y desapegado“ del be-bop y del jazz progresivo precisamente, al consumo de heroí­na. Y no se sabe si el tiro que le pegó Mr. B. a su mujer entre ojo y ojo, mientras hací­a el Guillermo Tell, fue debido al desapego o a lo progresivo de su propuesta estética. Lo que si es cierto que esas jam sessions de fusión blanqui-nera de los años cuarenta abrieron más brechas que la meramente musical.