Estoy interesado en las obras de arte, los trabajos de arte, que definan el mismo diálogo como fundamentalmente estético (opuesto aquellos trabajos que se centran en la producción colaborativa de un objeto, una pintura, o una escultura o un mural”¦). El elemento de interés en estas prácticas es el intercambio en la conversación.

Grant H. Kester, Conversation Pieces,

Community + Communication in Modern Art

En el XVII el verbo “converser” mantenía su sentido latino de “frecuentar” o de “vivir con”, y el nombre “conversation” conllevaba un sentido de lugar, de localización que ya no conserva hoy día.

Exclusive Conversations (Elizabeth Goldsmith)[1]

Tal como apunta Kester los primeros filósofos modernos, Kant, Christian Wolff y David Hume describen la experiencia estética como una forma de comunicación, una descripción está perfectamente consistente con el role jugado por el arte en el siglo XVIII. El arte generaba unos ambientes que eran centrales para el desarrollo de las conversaciones, de la comunicación. Es más, el mismo término “conversar” tenía un sentido de lugar y no tanto de acción. La cultura de la conversación florecerá precisamente al tiempo que se asentar el poder absoluto de rey sol. Esta “arte de la conversación” tendrá su momento de gloria durante el siglo XVII cuando los primeros salones, en principio llamados alcobas, generarán un espacio para el debate “cortés” de determinados asuntos de interés común. Este procomún primero será uno ciertamente elitista sin duda, pero en él se ensayara una suerte de “esfera pública”, tal como la define Habermas. Los salones tendrán una serie de caracterí­sticas que podemos rastrear igualmente en la estética dialógica y que queremos, así­ mismo, tratar de dilucidar en este texto. Seran espacios autómos no ya sólo independientes de un poder superior sino surgidos precisamente en contraposición a los modos versaillescos. Madame de Rambouillet la primera salonií¨re, cabeza visible de la “cámara azul”, famosa desde el 1610 hasta 1660 aproxiadamente (en pleno esplendor de Luis XIV), visitará asiduamente al corte del rey sol con el único afán de estudiar al enemigo, esto es, observar todo lo que ha toda costa habrí­a de evitar en su alcoba. Lo más importante para la ilustre dama será evitar en el salon que regntará todo posible escalonamiento social y todo comportamiento previsto y cosificado al estatus de uno. Este primigenio salón se erigirá como un espacio de diálogo en el que todos los asistentes son iguales y tienen el mismo derecho a la intervención. No puede haber tiraní­a en la conversación, dirá más tarde Madame de Scudery. Durante el siglo XVII la conversación cortés instaurará pues la idea de “igualdad” en los salones nobles, “la comunicación entre los miembros del grupo se basará en el principio de reciprocidad”, Goldsmith escribe al respecto, “con cada uno de los miembros contribuyendo a esa ecuanimidad en el cí­rculo en su conjunto”[3]. Lo que unificará a estos nobles y estirados seres será ese sentido de comunidad, de compartir una comunidad de sentido. Son precisamente estas ideas que caracterizan a los salones; la autonomí­a, el diálogo, la sociabilidad consensuada y la igualdad de los miembros participantes, (esa posibilidad de hablar, escuchar y responder fuera de la misma identidad), las que nos interesarán a la hora de entender al estética dialógica. Y, más aun, será precisamente esta idea de comunidad la que hemos de seguir para entender tanto la estética dialógica, tal y como la concibe Kester, como para ubicar los proyectos que concebimos como “arte comunitario”. Igualmente, y dentro de este contexto, la figura del artista sufrirá mutaciones y quiebras que nos interesan para liberarlo de la retórica de la vanguardia y la fetichización de su misma figura.

Así­ pues, y bajo estas premisas vamos a analizar:

– El acto de comunicación: diálogo

– El concepto de comunidad, como comunidad de sentido

– La transformación temporal de la subjetividad en aras de esa necesaria “igualdad”

– La quiebra y transformación de la misma noción de “artista”

El siglo XIX vio languidecer lo poco que de este arte quedaba, como el mismo Brummell dirí­a, ya no quedan buenos conversadores, ya el arte de la conversación está muerto para siempre. Si aquellos que quisieron ir contra el poder establecido buscando un rincón donde poder desarrollarse como individuos instituyentes encontraron en los salones un pequeño refugio de resistencia comunitaria, el XIX, el gran siglo de la burguesí­a, dará al traste con comunidad alguna y dejará a los artistas solos. Y esta soledad, que no tenía, por otro lado, remedio alguno, les será más que suficiente para comenzar lo que llamamos la tradición de la vanguardia. Una tradición en una vena más epatante, que ha insistido en shockear, disgustar, molestar y en ir, por supuesto, contracorriente. Asentada en la autonomí­a moderna se ha construido sobre una doble paradoja. Se quiere shockear al espectador, pero se quiere que salga de su estado reificado para acceder a otra dimensión, dimensión esta que nunca ha quedado del todo clara, por otra parte. En ambos casos encontramos el modelo desplegado de un mismo espectador, un espectador que es, por definición, imperfecto. Una ví­ctima desventurada, inmersa en un mundo de vulgaridad y kitsch que espera la adjudicación de cierta corrección por parte del divinizado artista; o un ser liberado, el que sí­ ha entendido la obra, cuya existencia queda redimida también por la “autenticidad” de la imagen de vanguardia. Y entre ambos descansa una conciencia alterada tras el encuentro con la obra de arte, la que liberará sin duda la experiencia sensorial de las cadenas del pensamiento reificado.

Parece que la retórica de la vanguardia ha querido matar todo idea de sensus comunis o de discurso compartido. Sin embargo Jordi Claramonte afirma que no se trata de que se haya perdido, “en la vanguardia lo que pasa es que el sensus comunis se ha fragmentado y multiplicado”¦ hay tantos sentidos comunes como poéticas “¦ ese ser especial “evangeliza” o “molesta” a mayor gloria de la especí­fica diferencia en torno a la que construye su poética”¦ poética que al ser compartida por otros “seguidores” o cogéneres constituye comunidad y sensus comunis”¦ aunque ya no es en un sentido universalizante como en la ilustración sino fragmentado, como en la vanguardia””¦ (poética=modo de hacer) Obviamente este estiramiento del término quizá nos lleve a error, y está lectura de la vanguardia nos llevaría a un revisionismo histórico. Claro que muchas obras de vanguardia, sino todas, tuvieron su sentido dentro de una comunidad que, seguro, compartía el modus operandi de los salones; tribus, grupos, asociaciones”¦ sin embargo aquí­ nos llama la atención la idea de “retórica de la vanguardia”, una retórica que poco ha escuchado a los artistas y mucho a los teóricos. La recuperación del mito que muchos creadores, tanto en el XIX como el XX, por parte de historiadores y teóricos ha conseguido ensalzar a sus figuras en una suerte de labor compartida que, a la postre, ha distorsionado toda la lectura de la obra de arte, está cosa excepcional que nos muestra lo inmostrable de algún modo.

Pese a todo, el compromiso o creencia en el poder emancipador del arte precisamente en ese acto comunicador, ese compromiso que esa retórica a la que nos referimos se ha encargado de deshacer, sigue vigente. Como apuntaría Adrian Piper (quizá una figura que yo llamo bisagra hacia estos artistas comunitarios), sino nos creemos eso, sino seguimos teniendo cierta fe en que el arte generará un cambio a mejor en la vida de aquellos que lo vean, entonces”¦. Where is the point of it all????…[4]

Crecí­ como una estudiante que creí­a en el poder redentor y progresivo de la vanguardia. Supuestamente habrí­as de romper moldes y llevar los medios hacia nuevas direcciones. Aunque siempre me recordaban que tan sólo unas pocas direcciones eran aceptables institucionalmente, y que no habrí­as de indagar en ninguna otra dirección que cuestionase o cambiase el modo en el que esos “poseedores de la llama” viví­an sus vidas realmente. Todo ese sinsentido de mantener al arte separado de la polí­tica no es nada más que una demanda de mantener al arte al margen de cuestiones personales, donde por supuesto lo político reina en todas las relaciones. La demanda de mantener la polí­tica fuera del arte es realmente la demanda de mantener al arte fuera de la vida real de las personas. Pero si al arte no le está permitido dirigirse hacia, y cambiar las, condiciones de la vida real, no le encuentro el interés (el punto).[5]

[1] Vamos a ver como precisamente las caracterí­sticas alternativas que Kester propone para salir de la relación estética con un objeto “Qua Objeto” “¦ con un nuevo recuento de la experiencia comunicativa”¦ Dialogo “¦ Reciprocidad”¦. (Esta es la introducción de un trabajo mucho más amplio que ahondará primero en los salones, luego en los community artists)

[2] Cuando la Marquesa de Rambouillet rediseñó su residencia parisina en la primera década del siglo XVII, dará proporciones arquitectónicas al nuevo concepto de “exclusividad”. A diferencia de los salones de sus predecesoras, como el de Margarita de Valois, su chambre bleue se concibió como un lugar separado de la corte del Louvre y del resto de las residencias reales. Se levantará, es más, cierta aversión a los rituales de la corte, a los ceremoniales orquestados por Luis XIV, la marquesa se acercaba asiduamente a la corte para entretenerse en la observación y establecer una clara diferencia entre su idea de “divertissement” y la del rey sol

[3] Goldsmith Elizabeth, Exclusive Conversation the Art of Interaction in XVII Century France, p. 52

[4] Hay algo en Adrian Piper que la sitúa entre un terreno, el artista excepcional dueño de una superior sabidurí­a que quiere, se obstina, o bien en dejar al público shockeado y anulado, o bien en cambiarlo con cierta idea salví­fica. Sea como fuere, el público, tal y como está, no le vale. No le vale a ella, tampoco a una larguí­sima tradición vanguardista. Por otra parte, y partiendo de la base que el racismo está de hecho arraigado en lo más profundo de nuestra conciencia, es del todo admirable que Piper consiga levantarlo de su escondite y hacer que se haga presente a otro nivel, un nivel este que permita que nosotros podamos hacerle frente.
Lo que a mi me interesa de Piper es que adelanta las futuras piezas en las que la discusión de ciertos problemas, podrí­a ser el problema del racismo claro, son la obra de arte en sí­. Ella se situa en un in-between, porque sin llegar a estar en la lí­nea de los Community Artists (cierra sus propuestas solita en su estudio tras un largo periodo de reflexión, quiere cambiar el mundo con una acción, o un objeto o un texto y, sobretodo, concibe al espectador como alguien que no está en lo correcto y al que sin duda, hay que cambiar) aboga por cierta acción social colectiva para un mejoramiento del mundo.

[5] Maurice Berger: “Interview with Adrian Piper”. Grant H. Kester, edt: Art, activism, and Opposionality. Essays from Afterimage. Duke University Press, 1998