No: los domingos sin polo planchado y sin arte no son lo mismo
El otro día escuchaba como alguien, una mujer, contaba a otro alguien, otra mujer, su gran satisfacción por haberle comprado a su hijo unos zapatos que le valdrían tanto para los días festivos como para los días corrientes, unos zapatos que, además, eran „monísimos“. Esta idea de lo que hay que preservar para lucir el domingo, lo que hay que cuidar y pulir, y, claro está, no manchar, ha regido la vida de la burguesía bienpensante desde sus mismos orígenes. Ha regido el día a día, la vida cotidiana, ha regido la distribución espacial de sus casas, sus consumos, sus fiestas, sus armarios e incluso el gasto de su tiempo entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, un ocio quizá vicario, de atasco, churro y empanadilla. Además, y como no podía ser de otro modo, está parcelación ha creado y regido la noción misma de arte contemporáneo. Marcel Duchamp es quien es porque intenta, por todos los medios de su retórica y de su mismo estar en el mundo, escabullirse de esta división de los tiempos y las acciones. Llega alto cuando dice“nunca he hecho una distinción entre mis gestos de todos los días y mis gestos de domingo“. Como los estupendos zapatos multi-ocasión del hijo de aquella que hablaba, la obra de Duchamp parece querer diluir esta diferenciación e incorporar en la misma noción de arte precisamente eso, los gestos de todos los días, tanto en los laborables como en los que no lo son. Pero, nos preguntamos, ¿logrará realmente escapar de la plancha dominical? ¿o al final han acabado los críticos de arte por plancharle el polo, con él dentro?
Pilar Parcerisas, autora de Duchamp en España, se mueve en la mismísima paradoja que sostuvo la vida de Duchamp. Por una parte habla de él, apuntando sus palabras, como aquellas tan repetidas de considerarse no más que „un agente respirador“, de no estar „nada interesado en el arte“, de querer ser „un tipo clandestino, como el artista de mañana“, un hombre que emplea ese tiempo que dará un reloj visto de perfil, esto es, un tiempo sin tiempo, que, y relacionado con esta idea de timelessness, le confiere la calidad, y la cualidad, del „aristócrata anarquista“, o del „hombre manierista“, o del „dandy cerebral“, que para el caso, viene a ser lo mismo. El se construye así, como un artistocrata zambullido en un permanente loisir, y Parcerisas, como buena historiadora a la zaga del genio, se lo cree a pies juntillas. Así nos lo muestra con sombrilla, como un hombre que se pasa el tiempo jugando al ajedrez y bajo su propia, y transportable, sombra: „Permanezco en la sombra. Es maravilloso. Todo el mundo, por el contrario, toma el sol para broncearse; es algo que me horroriza“. Lo que le horroriza no es el sol, claro está, sino todo el mundo, los otros, los demás, los vulgares disfrutones satisfechos y fácilmente contentables. La curiosidad es que casi todo el libro, y casi toda la vida de Duchamp, está salpicada de obras acabadas, firmadas y preservadas con sumo esmero y cuidado. En particular Pilar Parcerisas se centra en la última gran obra de Duchamp, Étant donnés que lee, sin explicarlo demasiado, todo sea dicho, como „la gran obra“ que resuelve el gran problema de la teatralidad del arte y del lugar del espectador, cómo lo resuelve y porqué es tan grande obra no queda nada claro, ya que, si recordamos, para Duchamp no había obra alguna que no fuese de domingo y lo único que importaban eran los „gestos“ de todos los días, como dicen en la publicidad de ahorro energético.
Así pues nos queda la duda de si venerar todo el enjambre de noticias en torno a la vida y milagros del gran Marcel Duchamp, lo que implicaría: intentar descifrar el posible enigma que abre el misterioso ensamblaje del Étant donnés; tratar de recordar los alambicados títulos, llenos de „causalidad irónica“, de los varios bocetos preliminares; seguir las pesquisas de las relaciones formales entre la imagen que vemos al asomarnos por los agujeritos del portalón y la historia de la pintura; interpretar eso que se ve, básicamente una mona lisa, esto es, un coño rasurado, como una revisión sexuada de la Gioconda; conocer al tal Puignau que gestionó la localización, compra y envío de la famosa puerta cerca de la cascada de la Caula … o, por el contrario, hacerle caso a Duchamp y pensar que puertas hay por todos lados y que en todas, sin excepción, se puede uno hacer un agujerito y mirar, pues, seguro que encuentra algo fascinante a lo que darle una interpretación tan enrevesada y perifollesca como se le antoje, o como su potencial público tenga a bien agradecer.
Parcerisas es una gran experta, una concienzuda historiadora repleta de datos, y, además, sabe mucho, pero aquello que sabe ¿es lo que realmente importa? ¿no estaremos viendo la obra de Duchamp –y la de tantos y tantos artistas de la vanguardia- como si de planchados, almidonados y alcanforados trajes de domingo se tratara? ¿no deberíamos ser ya –de una vez- capaces de coger lo que nos dan -los modos de hacer, de respirar y de estar divinos- y usarlos todos los días?
O Duchamp era un cantamañanas o el resto del mundo lleva medio siglo cogiendo el rábano por las hojas y poniéndose ciego a comer hojas… o ambas cosas. Piénselo Vd. –si le place- el domingo que viene.
Grande Duran