Amor en forma de pera
Hay quien sostiene que hubo una primera vanguardia, anterior a la histórica, a la que pertenecieron Apollinaire, Schwitters, Satie o Elsa von Freytag-Loringhoven, quienes –se dice- destacaron por mostrar cierta integridad entre sus propuestas artísticas y su vida día a día, cierta coherencia estética, coherencia que un Breton, un Dalí o un Duchamp fusilaron sin pudor para ser capaces de nadar y guardar la ropa. En estas “Cartas a Lou”, Apollinaire, no sólo nada imperfecta y gorditamente desnudo y sin ropa a la vista sino que cambia el agüita clara por un espeso lodazal de trinchera, a la que irá, voluntariamente, a dejarse la piel, entre otras cosas. Seguro de su deber de hacer llegar a la posteridad tan irreversibles pérdidas, Gui se esmera en datar sus hazañas bélicas al tiempo que glosa gozoso la “entrega a la fiesta de la carne” que supuso su enamoramiento de Genevií¨ve-Marguerite-Marie-Louise de Pillot de Coligny-Chí¢tillon, cuyas cartas –pese al perifollado apellido- no parecen tener tanto valor para la posteridad.
El autor de “Las once mil vergas” escribirá ahora unas once mil cartas y otros tantos poemas dedicados, en principio, a su lobita adorada, su tesorito archiquerido, su cara estrellita titilante. Además Apollinaire salpicará la correspondencia con algunos de sus caligramas en forma de higo, de espejo, de cañón, de sable o de corazón atravezado por una gruesa y enhiesta flecha. Las cartas, los poemas y los caligramas encierran la pasión por una aristocrática, sensual y a menudo desdeñosa “lobita mentirosa” Lou, una mujer mezcla de diosa adorada y diablesa de la bohemia. Esta pasión quedará atrapada en una cargada retórica, una cascada descriptiva en que la noble y díscola dama se transforma en una totalidad reconstruida a base de pedacitos de los más sorprendentes orígenes. Su tesorito tendrá, por ejemplo, unos pechos como potras que hacen cabriolas y que, pese a ello, son dulces como ubres de cabra; una vulva más parecida a un cascanueces que a otra cosa; unas ninfas hipertrofiadas –a base de tocamientos, claro-, unos muslos como blancos cañones, un caramelito amarillo y tostado en la entrenalga, unos pies de pedestal, y unos cabellos a modo de sangre derramada. Un impecable ejercicio de estilo que tiene tanto que ver con el interés de Apollinaire por la poesía medieval como por los innegables encantos de Lou.
La edición es esmerada y la traducción buena, aunque claro leer oncemil cartas y variaciones sobre un mismo tema, junto con otros tantos poemas y caligramas, editados por partida doble en castellano y en francés, puede resultar algo reiterativo. Con todo no deja una de sorprenderse ante la combinación de imágenes poéticas donde “los obuses queman flores lascivas” con retazos de cartas donde el poeta explica con todo detalle cómo se hace, cada mañanita, tostadas con mermelada en tubo o cómo le sangra el culo desde hace ocho días a cuenta de haberle tocado en suerte un caballo más duro que los demás. Y aunque el lector quede tan macerado tras las once mil cartas como el mismísimo Mony Vibescu tras los once mil vergarazos, lo cierto es que la cosa acaba por gustar. Apollinaire, como Cravan, Jarry, Vaché o Elsa; hará poesía con su vida entera y será capaz de poner en juego sus diferentes registros sin complejo alguno. Por ejemplo, en una carta del 27 de enero de 1915, cuando Apollinaire está lanzadísimo glosando el culo de su amada, “orgulloso como un globo cautivo”, de repente cae en la cuenta de que Lou debe avisar a su madre de que le ha enviado unas naranjas… claro que, hablando de naranjas, le vienen a las mientes los pechos de su Lou, infinitamente exquisitos, como gatitos de sonrosado hocico, y ahí que vuelve.
Lo que no volverá a la vanguardia posterior será esa frescura, húmeda y embarrada, esa capacidad de fundir el arte y la vida, las nalgas y las naranjas en una unidad que como “una arandela de carne morena y grasa” reune todos los elementos de un genuino arte de contexto. Es bien sabido lo que harán con semejante unidad los mercaderes del arte, lo que sucederá con la exquisita arandela al tiempo que la vanguardia se vaya convirtiendo en la teletienda que ahora conocemos, donde sale uno a buscar a Lou y medio kilo de naranjas y se encuentra con Ana Laura Alaez con dos toneladas de pintalabios de peluche, cuyo efecto combinado –huelga decirlo- viene a ser peor que un obús del 75.
Grande Durán