Susan Sontag lo escribió en 1977, Edhasa lo publicó en 1996, Alfaguara en 2005 y ahora es DeBolsillo quien publica “Sobre la Fotografí­a”, en una colección en la que pueden también encontrarse otros grandes clásicos como “Vidas Cruzadas” de Danielle Steel, o “El agua prometida” de Alberto Vazquez Figueroa. Seguro que Sontag, imperturbable ante todo, no encontraría reparo alguno a tal compañí­a e incluso, ya puestos, le pillaría el punto de distinción camp que, sin duda, tiene la cosa.

“Sobre la Fotografí­a” pretende ser, y en algunos momentos lo consigue brillantemente, un libro de ensayo. Con tan loable fin Sontag va enhebrando una serie de cuestiones una tras otra como Dios manda y, eso sí­, las deja todas con los bajos bastante deshilachados, como aquellos pantalones vaqueros de los 70 que también tenían su punto camp.
El libro se fue tejiendo a los largo de muchos artículos aparecidos en el the New York Review of Books, publicados a lo largo de la década de los años 70, y hete aquí­ una pequeña cuestión: al ponerlos todos juntos el discurso va y viene, viene y va pero al final no parece llegar a lugar alguno, aunque visite muchos.

Comienza la americana en la caverna platónica, en la que todo existe tan sólo para culminar en fotografía y por tanto cabe cuestionarse si uno vive o documenta. Si eligiese la segunda opción, entonces, ahora se preguntaría uno el porqué de cierta plastificación ante cualquier imagen de dolor o de ese “atiesamiento”, como lo llama ella. En la caverna la filósofa nos tacha de vaciadores de imágenes, a todos, sin excepción y sin piedad, mentes huecas y perfectamente manipuladas. Y desde la caverna nos lanza a los EEUU de Norteamérica, a un paí­s visto en fotografías, como en un espejo, oscuramente. En Norteamérica todo se hace importante pues es un paí­s al que no le queda otra, ya que debe inventar su historia con fragmentos de presente, un paí­s propenso a los mitos de redención y condenación, segun la misma americaní­sima autora, al que sólo le queda el consuelo de lo surreal, al menos en la misma mente de esta misma americaní­sima para la que todo, o casi todo, se puede explicar bajo las miras de lo “surrealista”. Todo para Sontag, y ahí es fiel a si misma, y a su generación, es o se convierte en surrealista. Desde Whitman hasta Warhol, pasando por Stieglitz, Hine, Evans, Steichen, hasta, y aquí­ nos quedamos, Diane Arbus, la gran obsesión de esta otra mujer. Un toque BeeGee, que no puede faltar si es que de fotografía y de Norteamérica hemos de hablar, y para rematar, por supuesto el refugio de todo un paí­s en los “consuelos surrealistas”, y “norteamérica es un paí­s surrealista por excelencia”, como no.

Pero si avanzamos por este remedo de ensayo nos topamos con los objetos melancólicos, que, -lo han adivinado- no son otra cosa que “surrealistas”, con su nuevo canon de belleza, claro, surrealista, y la fotografía como la expresión privilegiada, o culminante, de toda ansí­a “žsurrealista”. Que gran palabra, una palabra que no se sostendrá si no se regresa, aunque sea por decencia, un poquito a Europa. Rescatará la autora pues al gran Baudelaire, para hablar del flí¢neur y la melancolí­a, que ahora deviene, dice, fotógrafo, un fotografo que es vaciador y que podrí­a ser, por que no, August Sander, el más europeo de los europeos, no por nada sino porque ya no es surreal, sino cientí­fico, un ser distanciado del mundo, un cirujano. Caracterí­stica esta que lo separa, absolutamente, de Norteamérica, un paí­s que imposibilita, por definición, la fotografía cientí­fica ya que allá, otro planeta, todo deviene reliquia y el fotógrafo no registra el pasado, que no existe, sino que debe, además, inventárselo. Y lo dicho, “Norteamérica, ese paí­s surreal, está plagado de objects trouves”, ya les digo. Solo nos falta ciertas pinceladas de Walter Benjamí­n y su colección de citas, y el fotógrafo que aun siendo un poco flí¢neur debe además ser bastante coleccionista, por asentar su estar en el mundo sobre hombros sólidos, digo yo.

En el heroí­smo de la visión, cuarta entrada, la moda y el surrealismo y el dolor y el surrealismo. Ahora bien, salen acá a colación temas centrales para el arte contemporáneo, como el del valor de las imágenes en sí­ mismas, con independencia de aquello que pretendan o no representar o el de la estricta e irremediable contextualidad de sus prácticas: la fotografía nos dice Sontag – y esa tesis podrí­a ampliarse al conjunto de las artes visuales- tiene un significado completamente diferente en función de cual haya sido su contexto de producción y distribución. Eso sí­, tampoco se le pueden pedir peras a Sontag: sus vislumbres teóricos no pasan del escarceo, no ahondan ni articulan y suelen confundir en un mismo batiburrillo elementos claves –como las nociones de función y de significado, al tratar sobre la mencionada cualidad contextual-.

Al final algo de evangelios fotográficos, el mundo de las imágenes y breve antologí­a de citas. El problema en todas ellas es que ciertas nociones argumentales relacionadas con la técnica, con los avances en la tecnologí­a, se nos aparecen lejanas y casi decimonónicas, no sólo referidas a la aparatologí­a sino tocantes al argumento también.
Sobre la fotografía se organiza pues como una colección de ensayos que en lo flojo de su articulación, desde luego, se adelantan considerablemente a su tiempo. Ahora todo el mundo publica libros estructuralmente tan deslavazados como éste y claro ya ni llama la atención ni es lo mismo. Seguro que si Sontag viviera le daría ahora un aire mucho más sistemático, un aire casi de “žtratado”. Y eso si que sería camp.

Con todo, los ensayos de Sontag, como ella misma que siempre estuvo divina, tienen buen envejecer a primera vista. No deja éste de ser un buen libro como todos los suyos, un clásico en la aún imberbe –pese a Sontag- gestación del discurso fotográfico. Un ensayo bueno, como decimos, para empezar a pensar, a fogonazos, sobre la fotografía, asumiendo eso sí­ que a buena parte de los elementos que traman el discurso de Sontag, que bien pudieron resultar visonarios hace un tiempo, se les ha puesto la cara un tanto acartonada y las carnes fofas, como a paul McCartney pero en conceptos filosóficos, no sé si me explico.

Grande Durán