Para generar un mito de uno mismo y quedarse como si tal cosa, hay que echarle, no sólo drama sino también un poquito de cara, hacer como si aún anduviéramos a mediados del XIX y, si puede ser, pillarse un abono-transporte que nos lleve a dar una vuelta por el infierno con cierta regularidad. Así­ uno se pone en plan Baudelaire y así­, como el francés, puede uno afirmar ser uno de esos que “siempre preferirán el dolor a la muerte y el infierno al no ser” . Así­ son las cosas, cada instante de tu vida debe ser extremo, espeluznar, dejarte “en bragas”, aunque estas bragas las aderece uno con unas patillas bien pintonas, a lo García-Alix. Todo ha de ser terriblemente doloroso, pero tú no te preocupes, luego te pasas por casa de tus viejos, haces la colada y te tomas un colacao. El infierno de la bohemia trasnochante tiene, como cualquier infierno que se precie, sus protocolos: la heroí­na, extremada y narcotizante, los porritos, un poquito de pentazocina, o palfium, dolantina, pentapón, sosegón, alguna dexedrina, o bustaid para espabilar, unas rayitas de coca, unas gotitas de tilitrate, ampollas de clorhidrato mórfico, y mucho ron negrita con coca-cola, mucho. Incluso los momentos de farra deben conllevar su lado oscuro, su parte siniestra, pues se participa de la fiesta a sabiendas que todo acabará mal. Las casas donde uno vive, destartaladas casi siempre, los amigos, artistas y figurantes, los amores y las broncas, los palos y las pistolas, el ir y venir, la muerte de su hermano, la cárcel de un colega, el exilio voluntario de un tal Fernando, y más muertes, muchas muertes, todas de bellos, jóvenes y extremados románticos en un mundo cruel. De Madrid al cielo son cinco o seis calles. La calle Encomienda, la Plaza de Santa Ana, la calle Desengaño, cerca de Ballesta, donde las putas, la Gran Ví­a, para subir y bajar, bajar y subir con el mono si hay pánico y, sin saber cómo ni porqué, la heroí­na se acaba en Madrid, y Montera, también un palacete venido a menos en las afueras y también la Nave cerca de Vallecas, donde el Canto de la Tripulación comenzó su singladura.
Moriremos mirando, una recopilación de escritos de Alix comienza sentando las bases de este, su personal mito, Visiones, el primer conjunto de textos comienza así­: “Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ese soy yo”, y “yo”, claro, también resulta ser él que así­, como quien no quiere la cosa, habla de sí­ mismo como personaje, un personaje extremo, algo desmedido, canalla, autodestructivo, perdido pero de buen corazón, a quien salvará de la desintegración final otra obsesión narcotizante: la fotografía. Un otro que –siguiendo el manual del perfecto romántico- debe preferir el dolor a la muerte para poder ser él mismo. Un mismo que se repite hasta la nausea como un Long Play de aquellos que se rayaban. Los de ahora ya no se rayan, sólo dan por culo. García-Alix, no sé si por fijar en el cerebro del lector los pilares de su extrema biografí­a, por simple despiste o por ser tan netamente moderno, consigue reunir las virtudes de los dos tipos de discos. En este primer conjunto, el de yo y Alberto, Revelador, Paro, Fijador, editado por primera vez en No me sigas … estoy perdido…, La Fabrica Editorial y No Hay Penas, 2006, está ya todo, todo, ya se ve, las no-penas, la farra, los amores, las muertes, la droga y el drama, como en La Fanfarlo de Baudelaire su primera obra de juventud donde está también ya todo. Los artículos que completan Visiones, El arma de un crimen, “Matador”, 1997; La Lí­nea de sombra, “Eñe”, 2005; Salvados, “Historias de la fotografía”, 2002 y Del Desengaño a la cruz, “El Europeo”, 1995, son variaciones sobre el mismo tema. Un superviviente, un héroe de Filipinas, el último náufrago con aires de niño mal criado que maneja frases cortas con soltura y donaire. Un Bukowski castizo, con menos whisky y más opiáceos, más colegas que aparecen para ser tan sólo retratados siempre en la superficie. No miréis más, todo está en la superficie, decía Warhol, al que, también debí­an admirar a juzgar por el también mí­tico “Cascorro Factory”, otro garito de iniciados.
Para Warhol todo era digno de ser fotografiado, para Alix sólo son buenas las fotografías que tienen muerte, sensualidad, reflejan el fracaso de vivir o un eterno, y trágico, carnaval; la Movida, como quien dice. La fotografía no es más que una “zorra” que me somete, escribe, y yo no más que “un cí­clope con un ojo anhelante” y el ya mencionado abono-transporte. En el segundo bloque, Fotografí­as, se reúnen diversos textos que han ido apareciendo en sus exposiciones desde el 95 hasta el 2008; y en sus libros, Color, 1999 y Bikers, 1993. Repasa obra y repasa también reflexiones, tremendas reflexiones, extremadas, en las que al fotografía tan solo es lo perdido en diez letras. Hiperinflacción de la mirada, y del ya no somos como somos sino como éramos y si no te acuerdas es porque la locura está cerca. Un dramón como ven.
Al llegar a las Pasiones ya el mito de sí­ mismo no se tiene en pie y se sienta a tomar el sol en un banco del parque, como un yonqui en chándal de los de toda la vida. Se amortigua el drama y Alberto es uno y único. Una suerte de abuelo cebolleta que ahora se deleita en introducirnos en los pormenores de la historia de las motos, de todas en general y de la Harley Davidson en particular, las cosas son diferentes en una Harley ya se sabe. Además, nos queda el trepidante mundo de los tatuajes, desde la momia de Similaun hasta una esbelta dama que decora una parcela de su cuerpo y sutilmente apaga un cirio con un pedete, pasando por los polinesios, los presidiarios, los marginales y por supuesto los marineros que, una vez recorridos todos los mares del planeta podían tatuar una hilera de ropa interior femenina en una cuerda que colgaba de sendos picos de pájaros azules, uno a estribor, tetilla derecha, otro a babor, tetilla izquierda. En fin, todo, todo, todo lo que usted debe saber sobre el arte del tatuaje, su gran pasión. En el tema del motociclismo no me detendré pero también aparece documentadí­simo, contado con la excitación de un chiquillo que te enseña sus cromos, los que tiene y los que aún le faltan. De las frases cortas por doquier al dato pormenorizado, de la chiquillerí­a a la chochez en tan solo unas páginas. También Bowie, y los personajes que inspiran, Hank Williams y su traje blanco, nobleza obliga.
Lo mejor del libro, Amigos, penúltimo bloque. Alberto sale, al fin, de sí­ mismo y habla de sus compadres: Ana Matías, Quico Rivas; Ricky Dávila; Yiyo; Ángel; Javier Corcobado; Santalla. Esta parte no solo está muy bien escrita sino que se disfruta del tirón. Ya no hay bikers cerveceros que te eructan en la cara a la mí­nima de cambio, ni muertes prematuras sobre ondas enloquecidas, tampoco hay amores de madre ni agujas sin desinfectar. Aquí­ hay historias, está una Manila de excitante tagalo, de tifones y lluvia sucia, una ciudad catastrófica llena de “pasensya”, están los escarpines blancos de Corcobado, el lacio pelo del frustrado Yiyo, y si no hay viento habrá que remar, y una magní­fica cita de Celine en la que intentamos “morir bonitamente”. Alix se equivoca cuando dice, “No soy capaz de inventar. No tengo nada que contar que no sea yo mismo”, sí­ que sabe inventar y muy bien, siempre y cuando estira las piernas mentales y sale del centro de si mismo, lugar que, me parece, le gusta muchí­iiisimo. Para terminar, Guiones, un ensayo coral, también potente, en el que se da voz a todos los amigos que aún están, desde Javier de Juan, a Cuqui, el del varadero, a Reyes Caballero, la única hembra de sus siete calaveras, y Jodorowski. Los otros, los muertos, están -como es lógico y notorio- en el Reina Sofia, en la galerí­a de retratos que componen la exposición De donde no se vuelve.
El libro, de la colección BlowUp Libros Únicos, muy bien editado por la Fábrica, consigue su propósito, “encerrar en sus páginas la esencia de los grandes creadores”. Otra cosa es que la esencia de este gran creador sea un gigantesco ombligo lleno de migas de pan seco, de colillas y de cornamentas de los ciervos que su padre cazó, que se encuentre parapetada en el centro de un sí­ mismo. Un centro que se devanea entre la exquisita educación que tiene muy a su pesar, y esa insistencia en epatar a base de escupirte a la cara restos de pincho de tortilla, de porras y de lentejas mientras habla, sin parar de comer, con esa voz ronca que le caracteriza. Una esencia tremendamente seductora sin lugar a dudas y algo repelente, todo hay que decirlo, por su estar en el mundo de un modo insistente y premeditadamente bipolar, un modo que se justifica a base de sobredosis de trascendencia trasnochadamente romántica, a base de dolor y de hipotecar parcelas de infierno como única ví­a para poder ser. Pese a ello, o quizá por ello, el libro, la verdad, merece la pena.