El hombre viril ideal, fabricación de la sociedad burguesa posrevolucionaria, habría de ser oscuro, peludo, seco, impetuoso y serio; laborioso, trabajador, limpio y eficiente. La formalidad en el vestir se tornará, al comenzar el siglo XIX, en obligación moral básica: traje de chaqueta oscuro, camisa blanca, corbata y guantes pálidos, se harán ineludibles para una “correcta” presentación pública. La masculinidad prediseñada y prevista, la masculinidad estandarizada, habrí­a de representar el igualitarismo democrático y habrí­a, además, de alejar lo más posible a todos los “hombres” de cualquier atisbo de extravagancia prerevolucionaria. Los valores de la nueva clase en el poder, la triunfante burguesí­a, se significarán en el atuendo masculino que buscará hacer visible el “dispositivo de masculinización”, dispositivo este que representará la propiedad y lo apropiado.

En esta tesitura surgirá la palabra “el dandy”, y el personaje, el dandy por antonomasia, George “Beau” Brummell, quien triunfará en sociedad con sus lánguidas maneras, su elegancia de matiz, sus elaboradas groser­as y sobretodo su renuncia a realizar actividad alguna utilitaria, productiva o rentable. Brummell se construirá a contracorriente y creará una criatura perfecta en su apariencia externa quien se preocupará, única y exclusivamente, de la imagen que proyecte, quien se dedicará, en suma, a la consecución de su misma perfección. Personificará la irresponsabilidad más egoísta y la vanidad más exaltada. Será el héroe de la indolencia quien no necesitará hacer nada, es más, habrá de no hacer nada, nada en absoluto, para seguir siendo lo que muchos consideraron, “una obra de arte ambulante”. Así­ quizá asistimos a la ascensión de cierta tipologí­a social novedosa, un hombre que auto-imponiéndose una imagen perfectamente estudiada de sí­ mismo se transformó, para muchos, en una obra de arte ambulante, Beerbohm dirá de él ni un poeta, ni un cocinero, ni un escultor, han llevado ese tí­tulo (artista) más merecidamente que él (…) En lo apropiado de sus oscuras ropas, en la perfección rí­gida de su lino, en la simetrí­a de su guante con su mano, reside el secreto del milagro de Mr. Brummell.

 

El dandysmo se convertirá de tal suerte en una buena estrategia para los artistas e intelectuales porque será esencialmente anti-burgués. El dandy será independiente de todo valor, de toda presión, de toda utilidad para una sociedad cuya única prioridad es enriquecerse monetaria y materialmente.

Con toda su elegancia culpable, como la llamará Barbey, el dandy inflamará la imaginación victoriana y aparecerá, en la vida real y en la literatura, como carácter ineludible. Pero, esta figura personificada por el mí­tico Beau Brummell, pasará a tierra francesa de la mano de la literatura en una suerte de abstracción intelectual, esta vez de la mano de Barbey, de Gautier, de Balzac, de Baudelaire, y, quizá de todos los padres de la literatura moderna. Esta versión del rebelde intelectual cuajó en la Francia posrevolucionaria por ser, por definición, extranjero. El francés idealizó al dandy precisamente por todo aquello que no era: no era de clase media, no era gris, ni apagado, ni monótono, no era un filisteo, ni tampoco era estúpido, no estaba sepultado en el tedio, en esa mediocre existencia de aquellos que se limitaron a vivir su tiempo en el siglo de la burguesía. La ambigüedad del dandy trajo consigo cierto ideario común a ingleses y a franceses, cierto inverosí­mil y a veces indescifrable ideario que se harí­a real en las letras de los dos países y a la postre en varias personalidades sociales.

Barbey D´Aurevilly asentará los principios básicos del dandysmo en su pequeño y elitista tratado, Du Dandysme et de George Brummell (1845), y pondrá al dandysmo al alcance de la pose intelectual, considerándolo un logro espiritual de una enorme, y necesaria, dimensión. Minimizará la importancia del atuendo y encumbrará la cualidad intelectual de la ironía de Brummell, de su ingenio, su insolencia y su porte. Encumbrará su silencio como la estrategia del desprecio a los otros, insistirá en su modo de preservar intacta su vanidad evitando todo contacto amoroso, evitará aportar datos escabrosos o moralizantes sobre su terrible final y finalmente, equiparará la idea del artista a la de dandy. Brummell se releerá, tras Barbey como el arquetipo de un nuevo artista, cuyo arte será uno y el mismo que su propia vida.

El dandysmo se convertirá de tal suerte en una buena estrategia para los artistas e intelectuales porque será esencialmente anti-burgués. El dandy será independiente de todo valor, de toda presión, de toda utilidad para una sociedad cuya única prioridad es enriquecerse monetaria y materialmente. El dandy no trabajará, él existirá, y será suficiente su “existir” para justificar su paso por la tierra, aleccionando con su elegancia a las mentes más vulgares. Además, la ambigüedad sexual del dandy será para Barbey uno de sus puntos más notables. La misteriosa estela de feminidad del dandy habrá de aparecer combinada con una fuerza masculina latente que existe sin querer salir a la superficie. Los dandys serán para Barbey los andróginos de la historia.

Baudelaire, a quien Catulle Mendès, refiriéndose a su sobriedad exagerada en el uso exclusivo del color negro, a su adusta formalidad en sus modos y maneras, y a su clara obsesión con el dandysmo, llamará Su eminencia Monsignor Brummell, acabará de equiparar la actitud del dandy con el pintor de la vida moderna, un artista completo, un aristócrata del espí­ritu. Nosotros, dirá, somos la aristocracia del futuro, la letárgica y desclasada élite intelectual. Baudelaire pues adoptará la pose del dandy para la comunidad de artistas. Gautier dirá de él que fue un dandy perdido en la bohemia, pero quien, preservará su rango y sus modales y ese culto de sí­ mismo que caracteriza al hombre imbuido en todos los principios de Brummell.

Para él y para sus seguidores la idea del dandy equiparará su arte, o el arte, a la vida, tanto Baudelaire como todos los estetas que siguieron los principios esbozados por Barbey, transformarán cada gesto cotidiano en una expresión de su artisticidad promoviendo cierta protohistoria de la performance. Baudelaire adoptó la imagen del dandy solitario como prueba de su superioridad y de su genio, una cortesí­a exagerada, incluso para con sus más allegados, para marcar su misantropí­a intelectual, y una divinización del más vulgar aburrimiento como prueba de su sofisticada mente y exquisito gusto. Encontrará elementos de dandysmo en Delacroix, en Poe, en Emma Bovary, por su amor al artificio y en el Valmont de Les Liaisons dangereuses. Sin embargo será, para Baudelaire, la Marquesa de Merteuil, la perversa rival del menos perverso vizconde, su dandy más perfecto. La Marquesa será, como ella misma afirmará, el producto de su propia fabricación; un ser que conseguirá calcinar todo rastro de humanidad, de naturalidad y, claro, de vulgaridad. Un dandy optimizado.

Superando cualquier ilusión de vida, superando, escribirá el poeta, la búsqueda de esa inexistente felicidad que para otros reside en el amor a una mujer, el dandy se dedica más insistentemente a la pasión por la distinción, un cultivo de sí­ mismo, que es la esencia de su pose y quizá, como bien dijo Sartre, un dedicación esclava a sí­ que implica la supresión de sí­ mismo. El dandy reconoce como valor supremo y anterior a cualquier otro la ardiente necesidad de generar una originalidad, no de ser original, con esa connotación romántica y naive de la extravagante Bohemia, sino haciendo de uno mismo algo, una “œcosía” original. Tal y como otros artistas crean un trabajo original, fuera de su mismo ser, los dandys se esmerarán en hacerse cosa, en petrificarse en vida, en controlar cada gesto, cada movimiento, cada modo y cada manera para gustar a todos mientras que, paradójicamente, se les desagrada lo más posible. Este será, al cabo, el objetivo primero y último de un auténtico seguidor de la secta de los dandys.

Ahora bien, lo que tanto Ellen Moers como Domna Stanton separan en una clara dicotomía entre dandy social y dandy intelectual derivará a una suerte de hibridación entre ambos extremos. Todos los dandys tienen una agencialidad social ineludible en su misma escurridiza definición. La rebelión misma afirma que toda existencia superior es, cuanto menos, contradictoria, y debe ser admirada en escena. El culto al personaje, la inflación del sujeto creador, supone siempre un público. El dandy sólo asegura su existencia si la ve en el rostro de los demás, unos demás a quienes, aunque hay que despreciar, hay que espolear permanentemente. Ser perpetuamente imprevisibles, esa es la divisa del dandy que adelanta, por otra parte, el espí­ritu de la vanguardia. Por tanto la necesidad de los valores de los otros para inventarse en oposición imposibilita una dicotomía tajante entre el dandy intelectual y el social, viendo en cada uno de los sujetos una tendencia más hacia un extremo o hacia otro, pero nunca una clausura en uno u otro.

Será, finalmente, Oscar Wilde el encargado de hacer público y accesible el dandysmo. Wilde desplegará el arte de la auto-promoción y venta, llegando incluso a compararse con un jabón muy vendido entonces. Wilde será un claro compendio entre el dandy social y el intelectual, desde él y en adelante estos diferentes gradientes entre lo social y lo intelectual serán explotados por todos aquellos que aspiraron a cierto dandysmo disidente. Como afirma Roland Barthes toda la clase intelectual, sino milita, es, virtualmente dandy. Un modo de supervivencia en un enjambre de vulgaridad y mal gusto.

La lista de dandys conscientes y reconocidos, será larga y, como es notorio, básicamente masculina: Gautier, Huysmans, Robert de Montesquiou, Alfred Jarry, el último dandy según Camus, Alejandro Sawa, Valle Inclán, Jean Cocteau, Tristan Tzara, Marcel Duchamp, Albert Camus, Roland Barthes, Luis Cernuda, Tom Wolfe, Quentin Crisp.