Comenzó abril el martes. El martes aun lloví­a en Alameda. A las cinco y media en punto salí­ de la cama. Estaba en casa de Maria Matilla, Miss Matilla, mi compañera de batallas desde el año 2007, con intervalos inconstantes pero compañera. Di un brinco de mi esquinita me vestí­ y salimos. Matilla aun iba en pijama, me llevaría al aeropuerto y se volverí­a a la cama tras quitarse el abrigo que disimulaba su indisimulable pijama de cuadros morados y negros. “¿A qué terminal vamos?”, pregunto. “Ni idea”, contesté. Me miró con cara de desesperación. María siempre me mira con cara de desesperación. Debo confesar que es entre una de mis mejores amias y sin duda mi mejor hermana. Cuida de mi, se preocupa y sabe como solucionar las cosas prácticas de la vida, esas que a mi se me dan tan mal. Me pide, cuanto menos, la compañí­a con la vuelo, que tampoco se pero puedo descubrir. La descubro, se llama SouthWest. Terminal 2. Raudas llegamos, me tira, me tiro salgo de un brinco y me voy a la cola, directamente. Me equivoco, como suelo, y me voy a la cola de business class. Siempre acabo en esas colas y jamás viajo en business, soy más bien carpanta viajando. Cuanto más viajo más carpanta. Más pequeña es mi bolsa, más cosas voy dejando en el camino. El martes, que era uno de abril, me desperté, como digo, en Alameda, pero el día anterior estaba en Santa Cruz y el anterior en Merced. Durante ya más de dos meses, creo que ya dos meses y medio de mi vida, no he tenido lugar fijo. Poco a poco me he ido desapegando de cualquier idea de propiedad porque el peso y volumen de cualquier propiedad ha sido, en este ir y venir, lo único

que importaba, lo único que conferí­a valor a mis objetos. Los zapatos se han aligerado, han bajado de calidad pero se han aligerado. Lo mismo le ha pasado a mis vestidos, pantalones y camisetas. Cada día son menos, cada día más ligeros, cada vez más carpantescos. Ahora que lo pienso cuando arranque este periodo de mi vida era agresiva y sofisticada, llevaba unas pesadí­simas botas de tacón un vaquero de envasado al vací­o, que les llama mi hermana, una faltriquera a un lado con todo tipo de cosas, un gran abrigo, de cuero, azul clarito, muy pesado, y mi inseparable mochila, con más cosas, además de mi ordenador. Ahora llevo zapatillas de deporte, un vaquero ligero, anchote, remangado, una leve camisa artesanal Mejicana con muchos colores y un bolso también con muchos colores. Nada de agresivo queda en mi, parezco más bien una abuelita aventurera, mezcla de Matt el viajero y Missis Marple. Y la verdad, como también me recuerdo un poquití­n a Moira roth, he de confesar, que desapegado de todo toque sexual, vivo más libre y más feliz. Carpantescamente feliz. Tome un primer vuelo a Orange County, en Los Ángeles. tardé una hora y media o casi dos. Tiempo. Luego tome otro vuelo. Bajito vuelo de L.A. hasta México DF. Y vi un eterno desierto durante gran parte del recorrido. Flipé. Y recordé, no se porqué, a Julio Cesar Morales, ya  sus dibujos, esos en los que una persona se encajaba en un diseño especial para que su cuerpo se camuflase en un sillón, en una tinaja, en una piñata. Los humanos transformados en mercaderí­as para pasar el larguí­simo desierto y llegar a los Estados Unidos para llevar un vida más dura aun. Llegué a tiempo, justo a tiempo, para tomar el metro, desde terminal, hasta Paltitplan, luego la café, que no marrón, hasta Tacubaya y finalmente la naranja hasta Polanco. Baje llegué a mi destino.